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MEMORIAS DE UNA COCINA MARAVILLOSA


Es jueves, casi mitad de semana para todos, y los niños no son la excepción. ¡Cuesta levantarse!, sobre todo porque ha venido un invierno bastante cruel y se nos pegan las sábanas calientitas al cuerpo. Calcetines de lana, pijamas de franela, nos dan abrigo en las noches heladas y ventosas. La casa tiene muchas ventanas dobles. Postigos de madera y ventanas de vidrio hacen un dúo fuerte contra el frío. Mis hermanas y yo temblamos mientras salimos del calor de nuestras literas. Aunque debo confesar que yo siempre he sido la más fuerte y menos friolenta de las cuatro, pero aún así debo esforzarme por ponerme el uniforme y salir al colegio. Pero, como bien reza el dicho, “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, así que para grandes males, si grandes bienes que venían de las manos mágicas de nuestra madre, quien desde muy temprano preparaba los desayunos que mitigarían en mucho nuestra pereza.


Lo primero que llegaba a mi nariz era el olor del pan. El pan se compraba en una panadería cercana a la casa, cuyos dueños eran unos viejitos alemanes cuya edad no soy capaz de calcular, no por tan viejos, sino por raros. A los ojos de una niña claro.

La señora era pequeña y delgada, algo encorvada y muy muy blanca. Sus manos siempre envolvían las piezas de pan con una destreza increíble. El panadero, que era el esposo de la señora, era un señor bajo, medio calvo, de ojos pequeñitos y verdes, y siempre tenía media sonrisa en su cara. Lo que más me llamaba la atención era su forma de vestir, la cual comprendí muchos años más tarde.

Usaba uniforme nazi, con sus botas incluidas. Luego supe que eran personas que habían huido de su tierra y recalaron, como tantos otros, en el viejo Montevideo, capital del Uruguay, tierra que albergó a tantos inmigrantes durante su historia, que nuestras propias historias están hechas de la sangre de la vieja Europa.

Sin dudas que esto ha hecho de mi país un lugar donde la gastronomía también es heredada y casi sin raíces propias.


El panadero y su mujer eran la prueba de que podían vivir allí sin que nadie le hiciera preguntas. Su pan era delicioso. Dorado, calientito, crujiente y suave a la vez. Cuando me sentaba a la mesa a tomar el desayuno, mi madre cortaba gruesas rebanadas y las untaba con mantequilla que muchas veces ella misma hacía, y las jaleas de higos y duraznos que nunca faltaban en la mesa.

Un café con leche delicioso y reconfortante completaban la primera comida de nuestro día, cada día, cada mañana nos esperaba la calidez hecha comida. Algunas veces, quesos Colonia (un queso parecido al queso Daisy de aquí) y algún fiambre delicioso completaba el menú. ¡Qué feliz se puede ser con cosas tan sencillas como el pan y la leche!

Nuestras meriendas eran parecidas al desayuno, aunque en mi país se estila mucho comer bizcochos (panes dulces, medialunas, alfajores) en mi casa rara vez se compraban, pues mamá preparaba ella misma todo lo que engalanaría las mesas de la tarde. Así que no era raro encontrarnos con panes de frutas, pizzas caseras, tartas saladas o dulces, que podían complacer al paladar más exquisito.

Así nos fuimos formando en el arte de saber comer. Y no me refiero a comer cosas carísimas ni cosas altamente gourmet, no, me refiero a educar el paladar de un niño para que aprenda a comer y a ser agradecido.

Nuestros almuerzos eran para mí el momento mágico del día, pues, no sabía que sorpresa me esperaba cuando me sirvieran mi plato. Cada día se servía una sopa, cosa que no me emocionaba tanto aunque me la bebía igual. Hoy por hoy las sopas son de mis platos preferidos y las disfruto enormemente, hacerlas y comerlas. Luego venía el plato fuerte que siempre llevaba algún tipo de carne.

Mi abuelo, que vivía con nosotros, era afilador de cuchillos de los carniceros en un frigorífico de carnes. Por ser empleado de ese lugar, todos los días tenía el beneficio de llevar carne a su casa. Tal vez resulte exagerado lo que diré, pero no lo es. No era que le dieran un kilo de carne molida o un kilo de algún sobrante, no amigos, eran kilos y kilos de las mejores pulpas, kilos de los mejores cortes, ¡lo que él quisiera!

Es algo tan irreal pensar en eso hoy, realmente que épocas, que épocas… Mi abuelo era un gourmet. La persona más exigente que he conocido, a la hora de comer. Las carnes debían ser a determinado punto, la sal en cantidad correctísima, la cantidad de salsa para las pastas en su justa medida, es decir, todas reglas impuestas por él que más tarde yo comprendería que así debía ser, aunque él lo exigía porque así le gustaba.

Dejen que les cuente sobre los días que había estofados. La carne se cocinaba junto con cebollas, pimientos, ajos, laurel, tomates, concentrado de tomates, vino rosado (que era el que se bebía en la casa), papas, camotes, zanahorias, chícharos. La olla humeante y semi tapada para que hubiera una evaporación correcta de los líquidos, desprendía un aroma que si cierro los ojos puedo sentirme allí, al lado del fogón, ensimismada en el baile de las burbujas y el olor de aquellos guisos inolvidables no solo para mi nariz y mi boca, sino también para mi alma.


Estar en la cocina era para mí estar feliz. Ser feliz. Los estofados se dividían en categorías y podíamos encontrarlos de pollo (obviamente pollos criados en la casa), de pato (también de la casa), de pescado, cuya pesca se compraba a los pescadores que pasaban una o dos veces a la semana con su producto recién sacado de las costas del Río de la Plata, y que lo ofrecían por las colonias, de cordero (mi favorito) o de res.

Cada casa uruguaya cuenta con un parrillero, una especie de hornos sin puerta, hechos de ladrillos, donde se apoya una parrilla de hierro y donde hacemos nuestros asados. Es muy común comer asado los fines de semana o el 1 de Mayo, día de los trabajadores y fecha casi venerada, en Navidad, en Fin de Año y Año nuevo, en los cumpleaños, en fin, fecha que se precie de importante tiene que tener su asado familiar. Allí podemos encontrar chorizos, morcillas, mollejas, riñones, chinchulines (tripa de leche), matambre (suadero), costillas de res, colita de cuadril (picanha), pollo. Sí, todo eso!, además de panes y ensaladas.

Todo esto ha marcado mi carácter como cocinera, como chef, como chef docente, como profesional de gastronomía. No puedo separar mi historia de mis gustos, ni quiero.

No hay olvido de las sopas de sémola de mi abuela, ni del vino fresco servido en la mesa para el abuelo, ni de las natillas de chocolate, ni del panettone navideño, ni de los choripanes de la calle, ni de los pasteles de crema pastelera, ni de las empanadas de merluza, ni de la ensalada de bacalao con garbanzos, ni de las milanesas con puré , ni del hígado a la provenzal, ni de los churrascos de entraña gruesa (arrachera), ni de los helados de vainilla de mi otra abuela, ni de las ranas que cazaba mi otro abuelo y tiraba en el sartén y nos daba para botanear.

La vida está hecha de momentos únicos, no importa a qué lugar del mundo pertenezcamos por nacimiento, algunos los viven en salones de música, o entre lienzos, o entre papeles, o entre ruedas, o entre libros, otros los vivimos en una cocina que veíamos enorme a nuestros ojos pequeños, y hoy recordamos enorme a nuestro corazón ávido de reciclar historias de vida, historias que tantos podemos tener en común .




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